quarta-feira, 2 de maio de 2018



Arden las amapolas que cortamos,
húmedas y lozanas todavía,
en la tarde de abril.

Arden las mariposas de la noche,
que sacuden sus alas
tratando febrilmente de librarse
del polvo de los días.

Arden los desayunos de París,
el fragor de las voces encendidas,
Víctor Hugo y el barco del Califa
tejiendo olas de plata por el Sena.

Arden noches de amor, los ventanales
abiertos de septiembre;
arden los ecos del Mediterráneo,
tan lejos de la arena.
Tantos días robados.
Las mañanas sin luna
arden como los hijos de la noche.
Los poemas azules. Arde el tiempo,
el tiempo, el tiempo, el tiempo, el tiempo, el tiempo,
el sutil tintineo de las copas
y el ruido de las sábanas.

Arde la construcción de la belleza,
milímetro a milímetro;
la emoción que estudiamos
con ansia de arquitectos.
Arde el jazz, tanto jazz en los vibrantes
volcanes de la piel.

Arde la furia extraña de las horas
que todo lo destruyen:
las ansias de revolución, los celos,
las cabezas cortadas en la tarde
donde al fin recobramos la inocencia.
Arde la vanidad, palabra por palabra,
en una inmensa hoguera que se alza
más allá de la altura de los hombres...

Y a pesar de las llamas, en el aire
ni rastro de ceniza:
tan sólo esta verdad que no se extingue.
Que no se extingue, no, que no se extingue.


   Aganzo, Carlos. Las voces encendidas. Madrid: Visor Libros, 2010, pp 47-48.
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